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Beato Bartolomé Fanti, Sacerdote
5 de diciembre Memoria libre
Cristo es verdaderamente «Dios con nosotros»
De la carta encíclica del Papa Pablo VI, “El misterio de la fe”
DE UNA MANERA SUBLIME, Cristo está presente en su Iglesia cuando ella ofrece en su nombre el sacrificio de la Misa. Está presente en ella cuando administra los sacramentos. Pero hay aún otro modo en que Cristo está presente en su Iglesia, un modo que supera a todos los demás; es su presencia en el sacramento de la Eucaristía, que es por esta razón «una fuente más consoladora de devoción, un objeto más hermoso de contemplación, un medio más eficaz de santificación que todos los demás sacramentos». La razón es clara: contiene a Cristo mismo y es «una especie de perfección de la vida espiritual; en cierto modo, es la meta de todos los sacramentos».
Esta presencia se llama «real» -con lo que no se pretende excluir todos los demás tipos de presencia, como si no pudieran ser también «reales»-, sino porque es presencia en el sentido más pleno: es decir, es una presencia sustancial por la que Cristo, el Dios-Hombre, está total y enteramente presente.
La Iglesia católica siempre ha ofrecido y ofrece el culto de Latria al Sacramento de la Eucaristía, no sólo durante la Misa, sino también fuera de ella, reservando con sumo cuidado las Hostias consagradas, exponiéndolas a solemne veneración y llevándolas procesionalmente para alegría de grandes multitudes de fieles.
En los documentos antiguos de la Iglesia tenemos muchos testimonios de esta veneración. Los pastores de la Iglesia, en efecto, exhortaban solícitamente a los fieles a poner el mayor cuidado en la conservación de la Eucaristía que llevaban a sus casas.
Es de desear que los fieles, cada día y en gran número, participen activamente en el sacrificio de la Misa, comulguen con corazón puro y den gracias a Cristo nuestro Señor por tan gran don.
A lo largo de la jornada, los fieles no deben dejar de visitar el Santísimo Sacramento, que, según las leyes litúrgicas, debe conservarse en las iglesias con gran reverencia y en un lugar muy honorable. Estas visitas son una prueba de gratitud, una expresión de amor y un reconocimiento de la presencia del Señor.
Nadie puede dejar de comprender que la Divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable. No sólo mientras se ofrece el sacrificio y se recibe el sacramento, sino mientras la Eucaristía se conserva en nuestras iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros». Día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad. Él restaura la moral, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles. Propone su propio ejemplo a los que se acercan a Él, para que todos aprendan a ser, como Él, mansos y humildes de corazón, y a no buscar sus propios intereses, sino los de Dios.
Quien se acerca con especial devoción a este augusto Sacramento y se esfuerza por corresponder con amor generoso al amor infinito del mismo Cristo, experimentará y comprenderá plenamente -no sin gozo y fruto espiritual- cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios y cuán grande es el valor de la conversación con Cristo, pues no hay nada más consolador en la tierra, nada más eficaz para avanzar por el camino de la santidad.
Además, os dais cuenta, venerables hermanos, de que la Eucaristía se reserva en las iglesias y en los oratorios como en el centro espiritual de una comunidad religiosa o de una parroquia, sí, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, pues bajo la apariencia de las especies está contenido Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, Centro de todos los corazones, «por quien son todas las cosas y por quien existimos».
De aquí se deduce que el culto tributado a la Divina Eucaristía impulsa fuertemente al alma a cultivar un amor «social», por el que se da preferencia al bien común sobre el bien del individuo. Consideremos como propios los intereses de la comunidad, de la parroquia, de toda la Iglesia, extendiendo nuestra caridad al mundo entero, porque sabemos que en todas partes hay miembros de Cristo.
Beatos Denis de la Natividad y Redento (OCD)
29 de noviembre
Niégate en verdad a ti mismo y lleva la cruz de Cristo
Si alguno quiere seguir mi camino, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su alma, que la pierda; y el que por mí la pierda, la ganará. ¡Oh, si alguien fuera capaz de hacer comprender, practicar y saborear a los espirituales el sentido del consejo de renunciarse a sí mismo, dado por Nuestro Señor, para que comprendieran cuán diferente es la manera de comportarse en este camino de lo que la mayoría de ellos cree! Algunos están convencidos de que basta cualquier tipo de retiro y reforma de vida, otros se contentan con practicar de algún modo las virtudes, dedicarse a la oración y practicar la mortificación, pero ninguno de ellos alcanza la pobreza desnuda, la abnegación o la pureza espiritual, que son una misma cosa, recomendadas por Nuestro Señor. Pues siguen preocupados por alimentar y revestir su naturaleza de consuelos y sentimientos espirituales, en lugar de despojarla y privarla de todo por amor a Dios.
Al obrar así, se convierten espiritualmente en enemigos de la cruz de Cristo, porque el verdadero espíritu busca en el Señor más lo amargo que lo dulce, se inclina más a los sufrimientos que a los consuelos, se siente impulsado por amor de Dios más a la renuncia que a la posesión de todo bien, tiende más a la esterilidad y a las aflicciones que a las dulces comunicaciones, sabiendo bien que sólo así se sigue a Cristo y se renuncia a sí mismo, y que obrar de otro modo es buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es muy contrario al amor. Si el hombre se resuelve a llevar esta cruz, es decir, si se resuelve firmemente a buscar y soportar trabajos en todas las cosas por el Señor, encontrará en esto un gran alivio y una gran dulzura.
De ninguna manera se progresa sino imitando a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida, y nadie llega al Padre sino por Él. Y el camino consiste en morir a la naturaleza.
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S. Rafael de San José (OCD), Sacerdote
19 de noviembre Memoria libre en la provincia de Polonia
Rafael de San José ((nombre de bautismo: Rafael Kalinowski), nació en Vilna de familia polaca el 1º de septiembre de 1835 y murió en Wadovice el 15 de noviembre de 1907. Se unió a la insurrección por salvar del poder zarista de ocupación a Polonia, aceptando el nombramiento de ministro de la guerra en Vilna.
En 1877 entró en el Carmelo. Ordenado sacerdote en 1882, se dedicó sobre todo al ministerio de la confesión, en la dirección espiritual y lleno de celo ecuménico trabajó ardientemente por la unidad de la Iglesia.
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Conmemoración de todos los Difuntos de la Orden
15 de noviembre Memoria libre
Reunidos por un común amor a Cristo y reverencia a su amada Madre, los miembros de la familia carmelita continúan amándose fraternalmente, tanto si están comprometidos en la lucha por Cristo en esta tierra, como si, terminada su peregrinación terrena, esperan la visión gloriosa del Señor.
Por eso toda la Orden, unida en la oración, encomienda a la misericordia de Dios a sus hermanos y hermanas difuntos para que, por intercesión de la Virgen María, prenda de esperanza y alegría seguras, los acoja entre los coros gloriosos de los santos.
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Celebración de Todos los Santos de la Orden Carmelita
14 de noviembre Fiesta
La dicha celestial del Paraíso
Del De Patientia del Beato Battista Mantovano, carmelitano
Sobre los gozos del paraíso no me atrevo a escribir desconsideradamente. Isaías y luego Pablo en su primera carta a los Corintios escribieron: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni jamás entró en corazón de hombre, esto ha preparado Dios para los que le aman. ¿Cómo podría yo intentar poner en palabras lo que ustedes ni siquiera pueden imaginar? Sin embargo, diré algo que os haga desear ver aquellas cosas que los ojos mortales son incapaces de ver. Tal deseo, al elevar la mente de las cosas terrenales a las celestiales, hace que éstas, sin dejar de ser terrenales y mortales, se conviertan al menos parcialmente en celestiales. Si es verdad que donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón, si nuestro tesoro está en el cielo, nuestro corazón debe estar también en el cielo. Si está en el cielo, tiene dimensiones celestiales y es necesario que celestiales sean los deseos de nuestro corazón, mediante la meditación de las cosas grandes e infinitas a partir de las más pequeñas.
Como el cielo supera a la tierra en tamaño, altura y belleza, no dudo de que los bienes celestiales sean preferibles a los terrenales. Digo que no los dudo; y sin embargo no los conozco, porque son superiores a toda nuestra imaginación. El hombre tiene dos facultades intelectuales: el intelecto y la voluntad. Al intelecto le gusta conocer la verdad, a la voluntad le gusta tener consuelo, y hasta tal punto que no puede haber nada más deseable en esta vida. Nuestro conocimiento es imperfecto e imperfecta es nuestra profecía. Razonamos como niños, hablamos como niños, pues vemos como en un espejo, de manera confusa; porque un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y carga la mente con muchos pensamientos. Pero en el Paraíso el hombre verá cara a cara y conocerá tan perfectamente como es conocido; lo imperfecto desaparecerá y nuestro deseo quedará plenamente satisfecho porque la esencia suprema, que es la verdad primera, se revelará a nuestra inteligencia. Entonces se cumplirá la palabra: «Estad quietos y conoced que Yo soy Dios». Ahora el intelecto, atormentado por tantas fantasías como un niño en un mercado, admira ahora esto o aquello; no se detiene, no ve a Dios, sino que se inquieta y se afana en vano.
Esta patria, en cambio, en la medida en que vivimos santamente, es la patria de nuestra esperanza y de nuestros deseos. En ella dice el profeta: Cosas maravillosas se dicen de ti, ciudad de Dios. Y también: ¡Qué hermosas son tus moradas, Señor de los ejércitos. Mi alma languidece y anhela los atrios del Señor. Y también: Como la cierva anhela las corrientes de agua, así te anhela mi alma, oh, Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo llegaré y veré el rostro de Dios? Entonces Dios será todo en todos, y lo que cada uno quiera será provisto por Dios. Dios se introducirá tan dulcemente en nuestras mentes, que se cumplirá perfectamente lo que dice el Profeta: Me saciaré de tu presencia.
Los bienaventurados oirán resonar por todas partes las más altas alabanzas de Dios, según la palabra del Profeta: Bendito el que habita en tu casa: canta siempre tus alabanzas. Verán los cielos y gustarán toda su armonía; verán a Cristo y a su Madre y todos los cuerpos gloriosos de los bienaventurados. Estos, ya incorruptibles y revestidos de incomparable belleza, serán para quienes los contemplen un espectáculo tan dulce que no sabrán qué mejor desear.
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B. Maria Teresa Scrilli, Virgen
13 de noviembre Memoria libre en las provincias italianas
El sentimiento de la Divina Presencia se había hecho para mí, como ya he dicho, continuo: en la oración no podía aprovecharme de los libros, ni vocalizarla: Era una dulcísima unión (si no me equivoco de la oración de quietud; doy este nombre de unión, creyendo que es tal, según mi poco conocimiento) Dije que era una dulcísima unión, de la cual no sabía desprenderme, o mejor dicho, no me resignaba a su cese, a no ser persuadida a dejar a Dios, por Dios; es decir, a dejar a Dios en la contemplación de Magdalena, para encontrarlo en sus propios deberes, en el cuidado de Marta; lo cual si ella hubiera dado su lugar, y no más, y no se hubiera volcado toda en ellos, por el divino Maestro creo que no hubiera estado bien: Más bien, que gocemos de Él, que trabajemos por Él: y luego volvamos a descansar en Él. ¡Oh, qué buena guía es en esto (como en todo lo demás) el puro amor a Ti! Y ¡qué fácil es, ir mezclado con él, el amor proprio! Digo para nuestra satisfacción, que aunque es espiritual, no lo creo bueno; ni lo creí nunca; ahora me confirman en esto, algunas cosas que he leído, me parece en los escritos de Nuestra Señora Teresa, pero como dije aun antes de leerlos, tenía tal opinión. Es una gran miseria lo que veo, y por eso he tenido experiencia de ello: que o queremos ser piadosos y espirituales a nuestra manera, o no somos piadosos en absoluto: las cabezas pequeñas caen fácilmente en el primer error, las grandes (no las más grandes) en la segunda desgracia. ¡Oh, Dios mío! El orgullo es una cosa mala; en verdad una cosa muy mala, puesto que trastorna y desvía la más hermosa dote del Hombre, que es el entendimiento, hacia su verdadera dirección. Oh si esto se gastara para lo que Tú lo diste... ¡oh nuestra felicidad! ¿Y por qué no se entiende, mientras que Tú de esto, (digo del intelecto) nos hiciste un regalo? Ah! nuestra felicidad que se malgasta, en cosas vanas y falaces, que tal vez no llegaremos a comprender; o porque no se nos da, o porque se nos quita, por una muerte inmadura.
¡Oh ceguera... oh ceguera! Perderse en las ciencias humanas, cuando no sirven al fin inmortal: y tal ciertamente no puede llamarse, lo que una vez tiene su término.
Oh, Esposo mío, oh, Esposo mío: ¡cuán duro es tal conocimiento para quien tanto Te ama! Quiero comprender cuánto se descuidan los hombres en el conocimiento de Ti... como si todo lo demás fuera más necesario que esto. ¡Oh, trastorno de los intelectos humanos! Que en nuestro siglo, por los mejores (quiero decir por los que quieren ser verdaderos cristianos), se aprueban muchas cosas, y mucho más en circunstancia se practican, con la defensa del deber de la conveniencia, y costumbres de los tiempos, que con el paso del tiempo, se civilizan y varían.
¡Oh, tú, civilización, fatal para nosotros, si, poco a poco, en el corazón del hombre, extingues la Religión! Oh, Esposo, oh Esposo: ¿y quién Te seguirá, allá en medio del gran mundo?
Si unos no lo hacen por malicia; otros se miran con humano respeto; otros no lo hacen por ignorancia... Quiero decir, porque son criados y educados en la ignorancia, por su condición y miseria: que no son los primeros que se expresan, pues persiguen y se fascinan en vanas ciencias del mundo, y se descuidan en el conocimiento de las cosas de Dios: ¡ah! No tiene realmente allí, donde reclinar la cabeza: por todas partes se ven espinas y abrojos, de vanidad, y vanidad; y temo, que aun lo que parece virtud, no sea verdadera, ni auténtica, piedad; si no escapan los ricos, y por temor de contagio; pero más ávidos de honor que repugnados de ésta; gozamos de estar detrás.
Santa Isabel de la Trinidad (OCD), Virgen
Oh, Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme completamente de mí misma, a fijarme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada perturbe mi paz ni me haga abandonarte, oh Inmutable mío, sino que cada momento me sumerja más y más en las profundidades de Tu misterio.
Pacifica mi alma, haz de ella Tu cielo, Tu morada amada, Tu lugar de descanso. Que nunca te deje solo, sino que esté allí enteramente despierto en mi fe, enteramente en adoración, enteramente abandonado a tu acción creadora.
Oh, Cristo mío amado, crucificado por amor, quisiera ser esposa de tu Corazón, quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte hasta la muerte. Pero siento mi impotencia y te pido que «me vistas de ti», que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas, que me invadas, que te sustituyas por mí, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Entra en mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
Oh, Verbo Eterno, Verbo de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme perfectamente dócil para aprenderlo todo de ti. Entonces, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero siempre mirarte a Ti y permanecer bajo Tu gran luz. Oh mi amada Estrella, fascíname para que nunca más abandone Tu resplandor.
Fuego consumidor, Espíritu de amor, «desciende en mí», para que me haga en mi alma encarnación del Verbo y sea una humanidad añadida en la que Él renueve todo Su Misterio.
Y tú, oh, Padre, inclínate sobre tu pobre criaturita, «cúbrela con tu sombra», y no veas en ella más que «al Amado en quien has puesto toda tu complacencia».
Oh, mi Tres, mi todo, mi dicha, soledad inacabada, inmensidad en la que me pierdo, abandóname a Ti como una presa. Entiérrate en mí para que yo me entierre en Ti, esperando venir a contemplar en Tu luz el abismo de Tu grandeza.
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Beato Francisco Palau i Quer (OCD), Sacerdote
Dios, en su providencia, ha dispuesto que nuestros males no se remedien y que sus gracias no nos sean concedidas sino por la oración, y que por la oración de algunos otros se salven (cf. Sant 5, 16 ss). Si los cielos se derramaron desde lo alto y las nubes hicieron llover justicia, si la tierra se abrió y brotó el Salvador (cf. Is 45, 8), Dios quiso que precedieran a su venida los gritos y súplicas de los santos padres y, sobre todo, de aquella Virgen singular que persuadió a los cielos con la fragancia de sus virtudes y atrajo a su seno al Verbo increado. El Redentor vino y mediante la oración continua reconcilió al mundo con su Padre. Para que la oración de Jesucristo y los frutos de su redención se apliquen a alguna nación o pueblo, para que haya quienes los iluminen con la predicación del Evangelio y les administren los sacramentos, es indispensable que haya algunos o muchos que con gemidos y súplicas, con oraciones y sacrificios, hayan conquistado a ese pueblo y lo hayan reconciliado con Dios.
A esto, entre otros fines, tienden los sacrificios que ofrecemos en nuestros altares. La hostia santa que cada día presentamos en ellos al Padre, acompañada de nuestras súplicas, no sólo tiene por objeto renovar la memoria de la vida, pasión y muerte de Jesucristo, sino también obligar con ella al Dios de bondad para que se digne aplicar la redención de su hijo a la nación, provincia, ciudad, pueblo, o a aquel o aquellos pueblos por los que se celebra la santa Misa. Precisamente en ella se trata con el Padre la redención, es decir, la conversión de las naciones. Antes de que la redención se aplicara al mundo o, lo que es lo mismo, antes de que el estandarte de la cruz se levantara entre las naciones, el Padre dispuso que su Unigénito, hecho carne, se ocupara de él con «continuas súplicas, con grandes gritos y con lágrimas» (Hb 5, 7), con angustias de muerte y con el derramamiento de toda su sangre, especialmente en el altar de la cruz, que levantó en la cumbre del Calvario.
Para conceder su gracia también a los que no la piden, ni pueden pedirla, o no la quieren, Dios dispuso y ordenó: «Orad los unos por los otros, para que os salvéis» (Sant 5,16 ss). Si Dios concedió la gracia de la conversión a san Agustín, se debe a las lágrimas de santa Mónica; y la Iglesia no tendría a san Pablo, dice un santo padre, si no fuera por la oración de san Esteban. Y es digno de mención aquí que los apóstoles, enviados a predicar y enseñar a todas las naciones, reconocen que el fruto de su predicación era más bien efecto de la oración que de sus palabras, cuando al elegir a los siete diáconos para que se ocuparan de las obras externas de caridad dicen: «Nos dedicaremos continuamente a la oración y al ministerio de la palabra» (Hch 6,4). Nótese bien: dicen que se dedicarán primero a la oración y sólo después al ministerio de la palabra, porque sin duda nunca fueron a convertir a un pueblo antes de haber obtenido su conversión en la oración.
Jesucristo pasó toda su vida en oración y sólo predicó tres años.
Del mismo modo que Dios no dispensa sus gracias a los hombres si no es a través de la oración, porque quiere que le reconozcamos como la fuente de la que procede todo bien, tampoco quiere salvarnos de los peligros, curar nuestras heridas o consolarnos en las aflicciones si no es a través de la misma oración.
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Nuno como carmelita
San Nuno Álvares mantuvo una devoción a Dios casi infantil y un estricto código de moralidad, incluso para los soldados de su ejército. Atribuía sus asombrosas victorias a la intercesión de María en su favor. Aunque el «Santo Condestable» era uno de los hombres más poderosos del reino, utilizó su riqueza e influencia para promover la devoción religiosa y construir muchas iglesias como muestra de su gratitud. Quizá la más espectacular de sus iglesias fue la imponente del Carmo, en Lisboa, que confió al cuidado de los carmelitas. Proporcionó la construcción de una gran casa para albergar a los religiosos. En aquella época, sólo había una casa carmelita en Portugal, en Moura. La nueva casa y la iglesia fueron generosamente dotadas por el Condestable, que también insistió en la oración regular y la estricta observancia de la Regla.
Mientras que las ruinas de la iglesia de Carmo, en Lisboa, son hoy sólo un cascarón tras el terremoto de Lisboa de 1755, la casa que construyó para los carmelitas junto a la iglesia permaneció intacta. De hecho, San Nuno ingresaría en la Orden y viviría como hermano en esta casa tras su retiro del servicio militar. Hoy en día, el edificio, conocido como el Cuartel del Carmo, sirve como cuartel general de la Guardia Nacional Republicana (GNR), aunque conserva algunos de los elementos que estaban presentes en la época de San Nuno.
En la planta baja, una «celda» contiene algunos objetos de la vida de San Nuno. Una placa cerca de la puerta de la celda reza: «Este es el lugar de la celda donde murió el Condestable el 1 de noviembre de 1431». Sobre la cama está su hábito. En una pared cuelgan dos objetos de mortificación popular: una disciplina, instrumento para la autoflagelación, y un cilicio de cadena metálica con púas que apuntan hacia dentro.
Otros objetos son una bandera adornada con una gran cruz e imágenes de San Jorge, San Thiago, San Juan y de María, una de ellas con el Niño Jesús. También hay un gran baúl y una pequeña estatua del Santo de pie sobre un antiguo altar decorado con una gran Cruz en el estilo preferido por San Nuno.
La tumba de San Nuno Álvares Pereira se perdió en el famoso terremoto de Lisboa de 1755. Su epitafio rezaba:
«Aquí yace aquel famoso Nuno, el Condestable, fundador de la Casa de Braganza, excelente general, monje bendito, que durante su vida en la tierra deseó tan ardientemente el Reino de los Cielos que, después de su muerte, mereció la compañía eterna de los Santos. Sus honores mundanos fueron innumerables, pero les dio la espalda. Fue un gran Príncipe, pero se hizo a sí mismo un humilde monje. Fundó, construyó y dotó esta iglesia en la que descansa su cuerpo».
Exhortaciones de la beata Francisca de Amboise
5 de Noviembre | Memoria libre
La tentación estimula la virtud
De las Exhortaciones de la Beata Francisca de Amboise a las Monjas
Cualquier pena o malestar que tengáis en el corazón, llevadlo con la mayor paciencia posible, y pensad que es vuestra cruz. Ayudad al Señor y llevadla con él, de buena gana, con buen ánimo, pues siempre debéis llevar la cruz, y si rechazáis una, podéis encontrar otra más pesada. Con fe y esperanza en la ayuda de Dios, se vence la tentación. No hay que desanimarse ni detenerse en el camino, sino armarse siempre de valor. Pensad en las penas y en las grandes tentaciones que tuvieron que soportar los santos padres en el desierto. Las penas que sufrieron en el espíritu fueron sin comparación mucho más duras que las penitencias y privaciones que impusieron a sus cuerpos. Quien no es tentado no adquiere ninguna virtud. Acepta, pues, lo que agrada a Dios, que nunca envía sufrimientos que no sean para nuestro bien. Dice en el Evangelio: El que quiera venir en pos de mí, que empiece a negarse a sí mismo, es decir, a olvidarse de sí mismo, a no tener amor propio, a despreciarse y a desear ser despreciado por los demás. Nuestro Señor dice que debemos tomar la cruz para seguirle, es decir, aceptar la penitencia y el tormento por su causa, como Él cargó con la cruz por nuestro amor.
Pero yo os exhorto: ¡no la llevéis como Simeone el Cireneo! De Nuestro Señor, agotado por los golpes y tormentos que había soportado, los judíos, temiendo que muriera antes de llegar al lugar donde iba a ser crucificado, bajaron la cruz y la cargaron sobre Simón. Simón la tomó de mala gana y, aunque la cargó, no murió en ella como nuestro Señor, que la cargó por su propia voluntad y voluntariamente, y murió allí entregando su alma a Dios, su Padre.
Haced como él, siguiendo su ejemplo. Tenéis la cruz de la penitencia; llevadla voluntariamente hasta el fin: en ella moriréis y le entregaréis vuestras almas. Alabad y dad gracias a Dios por haberos llamado a su servicio. No despreciéis a nadie, pensad que el mandamiento de Dios es que améis a vuestro prójimo como a vosotros mismos y a todas vuestras hermanas, incluso a las que os hacen o quieren haceros mal.
Sobre todo, tened caridad los unos con los otros y procurad vencer vuestras pasiones. Tomad hoy un remedio y mañana otro, y así venceréis poco a poco vuestras tentaciones, y cuando el Señor vea vuestra buena voluntad y perseverancia, os dará su gracia y os ayudará a llevar hasta el fin las cargas de la vida religiosa. Nada os será difícil de soportar por amor a Él.
(Carmelus,11 [1964] 254-255)